Al pan, pan

El vocablo pan es una palabra crujiente. Este alimento antiguo y sagrado, milenario y sacramental, apoyo -o base- permanente y pertinaz de nuestras comidas, ha tomado diversas formas, se ha metamorfoseado desde un pasado en el que era ácimo y la levadura aún no había llegado a hacer su necesario acto de presencia, hasta una actualidad en la que la ciencia (o como se decía en la Sevilla del siglo XVII, “el arte”) de la panadería nos proporciona, hoy y en nuestras mesas, bocados crocantes y suntuosos.

Mucho se ha avanzado desde esos panes cuya harina surgía de calizos molinos de mano, que la mezclaban con la caliza arena del propio molino y de la piedra: panes que erosionaban y abrasaban por igual los dientes al campesino y al faraón. Desde ese panis acerosus, basto, oscuro pero eficaz sustento del legionario bajo el sol de Siria o en el frío de Britania, hasta ese panis candidus privilegio de los ricos que se asomaban a los balcones de sus estancias en la bahía de Nápoles.
Un pan que era, a la vez, bebida y comida: no pocos pueblos lo bebieron, de cebada y fermentado, entre las ásperas nieblas de Germania o a orillas del Danubio en lo que fue orgullosa Dacia, a la que solamente pudo someter el italicense Trajano. Un pan que alimentaba y alegraba la vida, que se repartía al pueblo de Roma, ocioso y regalado, con los donativos por la ascensión de un nuevo césar o con las entradas del circo. Un pan que fue y es aún, con el vino, cuerpo de la divinidad y sujeto principal del rito religioso, porque pocas cosas hay tan sagradas como el pan: aún recuerdo a mi abuelo, que lo besaba con piedad antes de comerlo, para que el trigo de los campos de Dios le diera fuerzas para comenzar su día.
Pero no todo es pan, aunque en realidad lo sea: en la portentosa Sevilla del siglo XVI, y sin duda antes, la humilde masa se cocía dos veces -y eso se hacía tanto en los hornos de Triana, allá por la antigua calle de Santa Catalina, como en los que poseía el rico Juan Vicentelo junto a los muros de la Macarena-, se transfiguraba, y entonces se subía a los barcos y cruzaba el mundo, porque esas tortas de pan seco, de bizcocho (bis cotto: cocido dos veces), del que se había extraído completamente la humedad, mantenían a los marineros, a los guardas y a los pasajeros de las armadas de Indias, o a quienes navegaban desde un Acapulco entonces español hasta una Manila también por entonces española. Bizcocho entonces y ahora regañá, nombre diferente pero mismo producto, conservado aún en los obradores cuyos antepasados elaboraron, con asientos y contratos con la inabarcable Monarquía Hispánica, los panes planos y secos para los barcos que aún hoy elaboramos y consumimos en Andalucía.
Y como nada se tira, cuando el panadero elabora su pan ya casi en serie -está apuntando ya en la Historia una revolución industrial-, en largas filas de hogazas unidas entre sí por las puntas, los crujientes sobrantes se guardan y se comen, dando valor y nombre propio a lo que iba a ser tan sólo un desperdicio: porque el pan no se tira, el pan se corta, se muele, se ralla, se fríe, se echa en las calientes sopas que alegran el alma. Y así ven la luz esos picos que hoy son imprescindibles para el tapeo, para la alegría y para la convivencia.
¡Cuánto ha visto el pan! Vio crecer las ciudades del Neolítico, los imperios fluviales y a la Roma antigua; estuvo entre los pueblos godos y entre las tribus árabes; se sirvió en los banquetes de los reyes y en las pobres mesas de los campesinos. Su falta, o su carestía, produjo revoluciones y un mundo nuevo. Por eso quizá un año no sea suficiente para celebrarlo; pero bienvenido sea. No hay alimento que merezca más celebración, porque él, en sí mismo, es celebración. Así pues, feliz año del pan -y de sus otras formas tan nuestras y tan sevillanas, la regañá y el pico- tengamos todos en este 2022 que ya ha comenzado.

 

Juan Cartaya
Academia Sevillana de Gastronomía y Turismo
Academia Andaluza de la Historia

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