Las primeras fuentes en las que hallamos información escrita acerca de la alimentación en el ámbito andalusí, conformado por los territorios de la península Ibérica en manos musulmanas desde el 711 hasta 1492 y en las etapas almorávide y almohade también el Magreb, son los tratados de hisba (ss. IX-XIV), es decir, tratados en general sobre civismo, sobre agricultura, médico dietéticos, etcétera (como el Kitab al-Agdiya o Tratado de los Alimentos del médico sevillano Abu Marwan, del siglo XII, o el Libro de Higiene de Ibn al-Jatib, del siglo XIV), redactados en su mayoría por los muhtasib o almotacenes, encargados del cotejo de las pesas y medidas en los suqs, para velar por el cumplimiento de las buenas costumbres sociales y para evitar los fraudes en zocos y mercados. Los quizá más conocidos son los de Ibn Abdun (Sevilla, ss. XI-XII) y al-Saqati (Málaga, s. XIII), además del Tratado de los Alimentos, o Risala fi-l-agdiya, del almeriense Abu Bakr Abd al-Aziz Al-Arbuli (Almería, s. XV).
Aunque ya en el siglo XIII surgirá una literatura específicamente gastronómica, los libros de cocina o kutub al-Tabij, tanto para el mundo específicamente árabe como para el propiamente magrebí, una literatura conformada, que hoy sepamos (aunque mucho habría que rebuscar todavía en bibliotecas como la andalusí de Tombuctú, de la que forma parte el fondo Kati que comenzó a digitalizarse en 2016, y que hoy se halla oculto para su protección), en el antiguo al-Ándalus por dos tratados: el Fadalat al-Jiwan fi tayyibat al-taam wa-l-alwan, de Ibn Razin al-Tugibi (1260) y el anónimo Kitab al-Tabij fi l-Maghrib wa-l-Andalus fi asr al-Muwahiddin li-mu’allif majhul (compilado en 1604), de factura original anterior -en este caso almohade y magrebí, que podemos remontar al siglo XIII- ambos destinados a miembros de las élites que se recreaban en el placer de la comida. Estos tratados imitan, siguen, reproducen o copian a obras ya conocidas y consagradas por entonces, como el recetario sirio del siglo XIII Kitab al-Wusla ila al-Habib, con 635 recetas.
Entre las composiciones expuestas en ellos, sin embargo, figuran las que se preparaban tanto para los ricos como para las clases populares, destacando ingredientes como los cereales y las leguminosas, con pan de trigo de harina candeal (el más costoso) o de otros cereales más baratos, ya que en momentos de carestía o de desastre se hacía el pan con harina de legumbres o de bellotas y castañas, que también podía utilizarse para cocinar sopas o gachas, entre las que destacaban la harisa, realizada con trigo y caldo de carne amalgamados con grasa animal; la ‘asida, hecha con harina de trigo molida, miel, grasa vegetal o animal y azúcar; la especiada harira o el tarid, un migado de pan en un caldo con base grasa y algo de carne, preferentemente de cordero, que podía incorporar otros ingredientes como espinacas, leche o manteca fresca y otras verduras, que en Al- Ándalus existían en abundancia y eran asequibles: estas últimas conformaban, indudablemente, una base alimenticia principal. Las badinyanas (berenjenas), las calabazas, los puerros vendidos en los suqs por los mu’aliys (hortelanos) figuraban en la mayoría de los platos de estos recetarios, recetarios que después se proyectarán en el futuro, dejando sus ecos en las obras bajomedievales o renacentistas de Ruperto de Nola o de Diego Granados Maldonado, que después se reproducirán en los recetarios posteriores, ya de los siglos XVII y XVIII, de Francisco Martínez Montiño o de Juan Altamiras.
También las pastas (los fidaws), las itriyas (aletrías) o la sémola (kuskusu) figurarán en la alimentación de los andalusíes desde el siglo XII, y el arroz -aunque esporádicamente- se incorporará a la dieta a partir del siglo XIII: Ibn Razin nos habla, por ejemplo, del yasis de arroz, que limita a la zona de Levante: “Este yasis no es común, excepto en Murcia, mi país, o Valencia, Dios la devuelva [al islam], que se caracterizan por el cultivo y abundancia del arroz, a diferencia del resto de las regiones de al-Ándalus”. Y nunca faltan en estos textos los zumos, los jarabes que a veces son de vino (sarab), los arropes (rubb) o bebidas de frutas, dulces, de base no alcohólica, aunque del alcohol se disfrutaba y no poco. Entre las carnes, el cordero será la estrella: la base cárnica de las mirkas (salchichas), de las albóndigas (al-banadiq), de los guisos especiados y endulzados con azúcar y canela de los ricos, de la compleja tafaya verde o blanca, de los pinchos de carne (sufud) especiados con almorí (garum) o con vinagretas. Los pobres habrán de conformarse con carnero, cabra, oveja o vaca, salvo en momentos puntuales de celebración o de festividad. Poco pescado, sin embargo: tan sólo treinta recetas en el Fadalat al-Jiwan, y algo más de veinte en el Kitab al-Tabij, en general preparados fritos o en salazón. En el primero de ambos, de nuevo Ibn Razin nos ofrece nuevas pistas acerca de cómo nos han llegado hasta hoy recetas del pasado, por ejemplo a la hora de preparar los qamarun o camarones, que «abundan en algunos ríos grandes, especialmente en la región de Sevilla”, y que hoy seguimos disfrutando como sujetos de delicadas e intrincadas frituras.
Leche, quesos y huevos también formaban parte de una alimentación variada, con recetas como la de los huevos rellenos (esta del Fadalat al-Jiwan) en la que la yema mezclada con hierbas aromáticas y especias se convierte en una explosión de gustos y sabores: jengibre, pimienta, cilantro, canela abrirán las papilas gustativas de quienes los prueben, como nos muestra claramente su receta: “coges la cantidad que quieras de huevos y los colocas, sin cascar, en una olla con agua sola, poniéndose a la lumbre. Cuando estén cocidos y cuajados los sacas y los dejas en agua fría para que se enfríen. Luego los pelas y los cortas con un hilo por la mitad, a lo ancho. Sacas con cuidado las yemas y las pones en un plato. Les echas sal molida, con mesura, pimienta, jengibre, canela, clavo, espicanardo y un poco de almáciga, o, si quieres, en vez de todo esto, un poco de cilantro verde y de hierbabuena. Amasas las yemas con las especias, bien amasadas, con la mano, hasta que quedan mezcladas. Luego formas a modo de yemas con la pasta, las vuelves a poner en su sitio en las mitades de los huevos vacíos, y los sujetas con un hilo limpio para que no se separen unas mitades de otras, o los atraviesas con una ramita fina de orégano, hasta que quedan como los huevos de antes. Los rebozas con clara de huevo y flor de harina. Cuando acabes de [hacer] todo esto, coges una sartén limpia, le echas aceite bueno y cuando hierva pones los huevos, procurando que no se separen unas partes de otras; los fríes y das vuelta con cuidado hasta que se doran. Entonces los sacas, los pones en la vasija que quieras y los comes, regados de canela”.
Especias (tawabil) y condimentos (rafi’a, finos; o ‘ayiba, exóticos) serán elementos claves en la cocina andalusí que desvela estos tratados: con el aceite de oliva se mezclan el costoso azafrán, el comino, la ruda, la albahaca, el jengibre (cuyo jugo se reservaba por el profeta, en el Paraíso, a los verdaderos creyentes), el hinojo, el anís, la yerbabuena, la ajedrea, el clavo o la nuez moscada -y sobre todo la canela (qirfa dar Sini, o “corteza de la casa china”), el cilantro y la pimienta-, entre otras, todas ellas almacenadas en cerámicas elegantemente decoradas en las alacenas. Como nos dice el propio Kitab al-Tabij, “el conocimiento del uso de las especias es la base principal de los platos de cocina, porque es el cimiento del guisar y sobre él se edifica”. Y no hay comida que no termine con los dulces fritos y melados, como las almojábanas de Toledo o de Jerez (muyabbanat), a las que un poema del s. XV de Ibn al-Azraq describen como “almojábana, hija del queso; por fuera parece una rosa, pero por dentro es como la azucena”. A ellas acompañarán los buñuelos, las tortas, mantecadas y rosquillas, hoy preservadas en nuestra repostería popular a través de los siglos, mucho después de la desaparición y la caída de Al-Ándalus.
Se trata de una gastronomía que evolucionará durante ochocientos años -por ello, no puede pretenderse que sea estática-, recibiendo influencias muy diversas, tanto de los tratados abasíes (como el Tratado de Cocina de Ibn Sayyar al-Warraq, del siglo X, hoy custodiado en el Cairo) como las propias y muy personales del gastrónomo y cortesano iraquí exiliado Abu al-Hasan Ali ibn Nafi’, llamado Mirlo Negro o Ziryab en la Córdoba emiral de los Omeyas allá por el 822, que fomentó el uso en las mesas de copas de cristal, servilletas y manteles de lino grueso, que inventó el plato llamado ziriabí e incluso tal vez la archisabida tafaya, hecho el primero con habas asadas y saladas, y que determinó el orden en el que se habrían de servir elegantemente los alimentos, que sería de siete platos sucesivos: el primer plato femenino, como el baqliyya mukarrara y los diversos tipos de tafâyâs o guisos, o el plato jimli; después el muthallath (carne cocinada con vegetales, vinagre y azafrán); luego el plato de murri, un plato salado; tras éste, el mukhallal (un plato de vinagre), el mu’assal (un dulce con miel), el fartun -un pastel- y por último otro mu’assal, como nos describió el gran arabista Lévi-Provençal. Unos platos que entonces no se servían individualmente, sino en fuentes amplias, ya que los platos individuales no se utilizarán habitualmente en Al-Ándalus hasta el siglo XIII. Este escueto menaje se completaba, en las cocinas, con la cazuela o qas’a, la marmita o qidr, el but o embudo, la keskes o cuscusera, la sahfa, ataifor o plato hondo que servía para presentar y cocinar, el tabaq o bandeja, el mihras o almirez o el tannur u hornillo portátil.
Pero centrémonos ahora en los dos recetarios andalusíes a los que nos hemos referido: el Kitab al- Tabij (así se le llama, al proceder buena parte de sus recetas de la mano de al-Baghdadi, quien recopiló un recetario así llamado, Kitab al-Ṭabīj o Libro de los Platos, escrito en 1226) es una compilación, realizada por un escriba anónimo en 1604, de 545 recetas más antiguas (algunas de ellas provienen incluso del gastrónomo Abu Ishaq Ibrahim ibn al-Mahdi, del siglo IX) que podemos fechar en los años finales del siglo XIII. Fue traducido y publicado por el arabista Ambrosio Huici Miranda en 1966, y ha sido reeditado en 2016. Se conserva actualmente en la Biblioteca Nacional de Francia (Departamento de Manuscritos, signatura Árabe 7009). La mayoría de sus recetas, tanto orientales (sirias o iraquíes), bereberes o andalusíes, se dedican a los guisos de carne: unas trescientas, preparadas a base de cordero, carnero, conejo y volatería. El siguiente bloque en orden de importancia se refiere a los dulces, fritos y salpicados de frutos secos, lo que no es de extrañar si pensamos que casi la mitad de los platos prescritos por Ziryab para una comida lo son. Entre sus páginas figuran galletas, panes dulces, golosinas, budines y natillas, dulces de mazapán, delicias de hojaldre, polvorones y churros (zulabiyya), buñuelos o samosas. Se trata de recetas intuitivas, algo muy habitual en los recetarios antiguos: no se manejan medidas específicas para los ingredientes, lo que provoca que el cocinero deba usar de su instinto; y dentro de los ingredientes esenciales, destaca el aceite dulce (aceite de oliva), con el que se riegan, podríamos decir que literalmente, los platos y los guisos, como sucedía con el murri al-hut, un condimento de pescado (también llamado almorí y que era similar al antiguo garum), que los salaba contundentemente.
En el caso del segundo tratado, es obra del murciano Ibn Razīn al-Tugībī (n. ca. 1227), jurista o ulema, poeta y pensador, exiliado en Bugía y posteriormente en Túnez tras la firma de las capitulaciones de Alcaraz (1243) por Fernando III de Castilla. En torno a 1260, unos treinta años antes de su muerte en 1297, escribirá su Fadalat al-Jiwan fi tayyibat al-taam wa-l-alwan o Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos, una antología de 428 recetas andalusíes, que fueron traducidas y estudiadas en 1960 en la tesis doctoral del arabista Fernando de la Granja Santamaría; un tratado que fue reeditado en 2005 por Manuela Marín. Se halla organizado en doce secciones: la primera, sobre los panes y las sopas desmigadas; la segunda, sobre “las diferentes clases de carne de cuadrúpedos”; la tercera, sobre las carnes de ave; la cuarta, sobre “el plato llamado al-sanha” y la cocción de la lengua y de los callos; la quinta, sobre los pescados y los huevos; la sexta, sobre la leche; la séptima, sobre las verduras; la octava, sobre las legumbres; la novena, sobre los dulces; la décima, sobre los encurtidos; la undécima, sobre la cocción de langostas y camarones, y la duodécima, sobre los jabones (lo que no debería sorprendernos, ya que en otros tratados culinarios abundan las referencias a la agricultura, la farmacopea o la fabricación de perfumes). No deja de referirse también a platos que favorecen a desganados o enfermos, siguiendo unas pautas dietéticas cuyo origen podemos hallarlo en la antigua Grecia o en la escuela de Salerno, como la mukarrara, un plato a base de pollo, especias y pan migado; o el yasis, un puré de cebada que “refresca a los que tienen fiebre y a las personas de complexión caliente”.
Ibn Razin cita -como vemos que se hacía con frecuencia- a otros autores, como Ibn Yanah y su Kitab tafsir al-adwiya: “He visto, en el Kitáb tafsir al-adwiya de Ibn Yanah, una receta que llama al-namkasud, que es una receta de carne salada con sal machacada. La diferencia entre esta receta y la cecina es que el namkasud se hace de un carnero entero o partido (magsum) en dos mitades; la carne queda blanda y grasa, cuando la aprietas te engrasas la mano y el cuchillo la corta como si fuera carne fresca, no como se corta la cecina. Quien lo desee, puede hacerlo y que lo experimente”.
Se explaya -como también lo hacía el Kitab al-Tabij- en el capítulo de los dulces, con recetas que hoy podemos reconocer (y sin duda degustar) con placer y con facilidad, como la de las rosquillas con miel: “Se toma bastante cantidad de miel y se hierve a fuego lento, después de quitarle la espuma. Se machacan rosquillas hechas sin relleno y almendras mondadas, y se añaden a la miel, con agua de rosas y las especias necesarias, con lo que se espesará la miel. Cuando esté bien cocida se retira de la lumbre y se deja enfriar; luego se untan las manos de aceite, se hacen de la pasta tiras moldeadas entre las manos y se ponen en un plato. Se amasa harina como se dijo antes, y se extiende en trozos sobre la mesa, rellenándolas con las tiras de pasta mencionadas, se moldean sobre la mesa y se hacen roscas de la misma manera de antes”.
Tanto se cita a otros autores como se ofrecen, a lo largo de las páginas de estas recopilaciones gastronómicas, recuerdos que gozan de la frescura de una oralidad más o menos próxima: en el Kitab al-Tabij se recuerda al médico cordobés Abu l-Hasan al-Banani, que elaboraba todas las primaveras una receta de su invención que había dejado un grato recuerdo en el paladar del anónimo recopilador. Esta oralidad, entendida como imprescindible en estos repertorios, podría tal vez compararse, sin irreverencia, con la que asimismo define a textos tan eminentes como los compuestos por los hadices, en los que los coetáneos de Mahoma recordaban dichos y sentencias del profeta, y que con el Corán establecen la sharia o ley islámica.
Y como a día de hoy sucede en buena parte, los cocineros son en su mayoría hombres: hay un estrecho sitio para la mujer dentro de ese mundo técnico y profesional que sale fuera de lo que es la cocina de la casa y el aledaño cuidado de la familia, en donde aún el sexo femenino sí gobernaba los gustos y los guisos. En este gremio manda el hombre, llámese Badan al-Sugdi, Abu Samin o ‘Ayib al-Mutawakkili, aunque algunas mujeres como Umm al-Fadl, Bid’a, esclava de Ibrahim bin al- Mahdi, o Umm Hakim han conseguido que sus nombres hayan llegado, siglos después, hasta nosotros, al igual que algunas recetas o “platos de mujeres”, aptos para el consumo femenino en momentos, (como el embarazo) en el que había que cuidar especialmente la salud, como nos dice en su Kitab Jalq al-Yanin (s. X) ‘Arib bin Said: “la mujer embarazada […] tomará cada mañana almidón y almendras tostadas o fritas, sawiq de lentejas y habas fritas, junto con oximiel”. El propio Kitab al-Tabij menciona una receta “de yasisa buena que engorda a las mujeres”, ya que la grosura en la mujer es por entonces una muestra clara de belleza: estaban al uso las formas opulentas y la piel blanca.
La íntima relación entre un delicado mundo cortesano y la alta cocina del momento se aprecia claramente, por ejemplo, en el Kitáb al-Tabij: su autor nombra diversos platos como “propios de los reyes”, al igual que refiere usos, modos y costumbres “de la gente de al-Andalus y el Garb, de sus señores, sus aristócratas (jawass) y nobles, desde los días de ‘Umar bin ‘Abd al-‘Aziz y los Banu Umayya”, recreando así una cocina real y aristocrática entre la que hallamos recetas como la del sanbusak hecho en Marrakech para Abu Yusuf al-Mansur, o las almojábanas que se hacían para el visir Abu Sa’id Ibn Yami’, aunque también recoge, esporádicamente, preparaciones habituales en las mesas modestas, como cuando nos describe un guiso propio de los pastores de las sierras de Córdoba. El mismo Ibn Razin, en su Fadalat al-Jiwan, nos dice cómo “entre las cosas que satisfacen a la persona de noble inclinación, y que distinguen a las gentes de rango, se encuentra un interés constante e inagotable por los alimentos”.
Concluimos ya. ¿Qué nos muestran, en suma, estos repertorios? Un retrato de una sociedad plenamente imbuida del gusto refinado, aristocrático y suntuario propio -primero- de un esplendoroso pasado califal, y posteriormente de un delicado y exquisito ocaso taifa, rescatado en épocas en la teoría más austeras (las de unos almorávides y almohades caracterizados sin embargo por su rigorismo religioso) que no obstante procuraron conservar, incrementar y transmitir un legado de elegancia y de distinción que, por entonces, ya se encontraba seriamente amenazado. Pero esa amenaza -la de su desaparición-, finalmente, no logró acabar con una tradición culinaria y gastronómica que nos llega, desde un pasado más cercano quizá de lo que creemos, hasta nuestros días, componiendo una parte esencial de nuestra cultura, ubicada entonces a ambos lados del Estrecho, tanto en Sevilla como en Marraquech, Rabat o Córdoba, sin duda singular, asombrosa y milenaria. Muchas gracias.
JUAN CARTAYA BAÑOS
Academia Andaluza de la Historia
Academia Sevillana de Gastronomía y Turismo